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Gracias por tanto, eternamente en el corazón. Argentina / Brasil / Catalunya 2015 |
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Lagoa Paraíso, Jijoca de Jericoacoara. Ceará, Brasil. |
Los que me conocen saben que el mar y el agua salada no son cosas que yo precisamente ame. Una vez de pendeja, mis viejos, para que me deje de romperles las pelotas en la playa, me compraron para que me entretenga una barrenadora de telgopor en la costa Argentina y tuve una experiencia nefasta que se ve que dio por resultado un trauma psicológico irreversible en mi persona. Lo poco que recuerdo es que entré al mar, me subí a esa especie de tapa de heladera térmica descartable gigante buscando la mejor de las aventuras, cuando vino una ola enorme y después, a los pocos segundos, solo me acuerdo que tenía la cosa esa, encallada de punta en la arena, y del otro extremo clavada en la boca de mi estómago mientras me ahogaba con esa ola interminable que no me dejaba salir a la superficie a respirar. Así que con ocho años de edad decidí que los deportes acuáticos no eran lo mío y que el mar tampoco. Imagínense lo genial que puedo llegar a pasarla en la playa, cagándome de calor mientras cuido las cosas de todas las personas que me rodean, que aman el mar y disfrutan de un chapuzón ideal dejándome sola en la orilla como una especie de guardarropas nómade que acompaña la crecida o bajada de la marea, mientras ellos ríen y juegan adentrados cual Alfonsina Storni en el reino de Poseidón. Terrible. Así que cuando me enteré que había un micro-paraíso de agua dulce cerca de donde estábamos viviendo, no pude más que alegrarme y decir que sí a toda propuesta que me aleje del mar aunque sea unos días. Así fue que decidimos acampar en Lagoa Paraíso.



Preparamos todo: Comida, carpas, bolsas de dormir, una muda de ropa de más, toallas, cacerola para cocinar al fuego vivo, agua potable, instrumentos, una birra helada para el camino y algunos reales para viajar hasta allá y por si necesitásemos comprar algo más en caso de emergencia. Todo iba más que joya. Le lloramos la carta a uno de los camioneros, lo presionamos bah, y nos llevó por mucho menos de lo que pedía habitualmente. Llegamos a la laguna y yo la flashé, tanto que entré corriendo al agua y no quería salir de ella, a pesar de que, como resultado, mis extremidades corrieran peligro de quedar arrugadas cual pasa de uva. Ese lugar era INCREÍBLE, paradisíaco de verdad y encima no había nadie. Teníamos toda la playa para nosotros solos y todas las instalaciones podían ser usadas sin pagar un real. La única cagada fue que en el viaje se nos acopló un mochilero peruano en pedo, uno de esos
viajeros parásito - como les llaman acá - que se te pegan y empiezan a chuparte la sangre de una manera garrafal. Te comen la comida, se toman atribuciones que no corresponden, te viven lo más que pueden sin ningún tipo de pudor. Pero, aún así, hasta que lo despachamos con flautita peruana y todo, no hubo problemas mayores, ni nada que pueda terminar de opacar la belleza inconmensurable del lugar. Parecía ser nuestro día de suerte, ya que del otro lado, cruzando la laguna, encontramos un predio preparado para acampar donde solo estaba el casero que nos permitió quedarnos ahí. Tenía parrilla, reposeras, árboles que daban sombra y permitían colgar la hamaca, mesas de cemento, pileta de cocina, una playa privada y una casa gigante a las que nos permitieron acceder para ingresa a los sanitarios (que tenían bidé de mano y papel higiénico).
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Predio en el que acampamos gratarola, gracias a un casero muito legal. |
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MI IRRESPONSABILIDAD COMO MEDIO PROPIO DE CAGAR SITUACIONES DE MANERA INCONSCIENTE Y TOTALMENTE "IMPREDECIBLE".
El grupo pasó todo el día en la playita copando las instalaciones de forma casi abusiva hasta aproximadamente una hora antes de caer el sol. Ese momento del día es propicio para que la banda nómade comience a moverse y a buscar un lugar para instalarse antes de que la noche torne las cosas más complicadas. Éramos siete personas para trasladar todo y, con sumo cuidado, debíamos cruzar las cosas a través de la laguna, en su parte menos profunda, a pie sin que el agua llegue a tocarlas. El agua no iba a pasar del metro siguiendo un camino estrictamente seleccionado por dos de los pibes. No se qué extraña situación del universo hizo que yo terminara con todo aquello que se considera fundamental a la hora de acampar, es decir, las cosas más importantes quedaron bajo mi responsabilidad, casi sin pensarlo, todos fuimos agarrando bultos y yo, sin darme cuenta, terminé con la carpa, los toallones, la bolsa de dormir y el dinero a cuestas. Más mi bolso de mano. Todos comenzamos a cruzar y, claro, mi torpeza me jugó una mala pasada, me tropecé conmigo misma y comencé a caer para atrás en cámara lenta. Fue una secuencia determinante y bizarra, porque a pesar de la lentitud con que dicho acto estaba aconteciendo, no había forma de que todo se evitara ni vuelta atrás. En mi cabeza juro que podía escuchar casi patente el tema de
Richard Wagner "The ride of the Valkyries" sonando y
musicalizándolo todo. Cada micro-segundo yo seguía cayendo para atrás y se iban empapando progresivamente y en orden: La carpa, las toallas, la bolsa de dormir, mi bolso de mano y la guita que tenía en el bolsillo del pantalón. Muy en el fondo distinguía los gritos desesperados de mis compañeros de viaje que no podían creer como yo había terminado con aquellos objetos contundentes y tan trascendentales para desarrollar tan bella actividad al aire libre y como todo se iba mojando cada vez más y más. Los alaridos me ponían más nerviosa, pero decidí que moverme iba a empeorar las cosas, así que me entregué a la voluntad
del supremo dejándome caer hasta llegar al fondo. Todos vinieron a acudirme... Bah, perdón, a sacarme las cosas de encima, yo en ese momento no importé tanto. Algunos no podían parar de reírse, los demás se agarraban la cabeza y mi hermano gritaba
"¿Que hacía Gisela con todo eso?!".
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Así vivían los pibes, con toda esa belleza rodeándonos. Sin pagar sumas exhorbitantes de dinero ni contratar paquetes turísticos cinco estrellas en empresas de turismo. Solo pateando, conociendo personas y hablándoles con la mejor onda. |
Después de semejante cagadón, todo salió
de boa. Pudimos instalarnos sin más contratiempos, prender un hermoso fuego, cautivante, y secar las cosas mientras cocinábamos y compartíamos una olla de pastas juntos al mejor
estilo carioca*.
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Prueba contundente de que de verdad cocinamos a fuego vivo. |
En otro de los fuegos, ya casi llegando al agua y también de noche, se nos ocurrió hacer un ritual en grupo. Todos seleccionamos un palo de madera rústico en el cual depositamos alguna frustración, persona o situación a soltar, o algún hecho del pasado al que debíamos darle un final. Cuando todos logramos "cargar" la rama con esa energía y estuvimos dispuestos a realmente dejarla atrás, arrojamos las maderitas al fuego como símbolo de que, a partir del momento en que se consuma, nosotros ya seríamos libres del pesar que aquello se quemó nos causó hasta entonces. Un momento emotivo acompañado de música improvisada y abrazos sentidos. Inolvidable.
Recuerdos eternos grabados en el corazón: Cantando el tema
Rise, de Eddie Veder con Felipe en Ukulele.
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La sonrisa y el alivio que solo la LIBERTAD en su sentido más amplio puede causarnos. |
*El estilo carioca: Maniobra utilizada cuando los cubiertos y/o platos no son suficientes para la totalidad de los comensales. Es decir, cuando los utensillos no son equivalentes a la cantidad de personas presentes. Lo que se hace es compartirlo todo de manera equitativa. Se pasan la olla o el plato servido y los tenedores al compañero de al lado, se le da un bocado y se va pasando hasta terminar.
Letra chica: También se hace con lo que se beba o se fume.
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