domingo, 1 de noviembre de 2015

Malabaristas: Cambio radical de Paradigmas.

Es la primera vez en toda mi vida que me alojo en un camping. Dejé de vivir entre algodones - según dice mi vieja - saliendo de manera abrupta de las comodidades de mi casa con dormitorio en suit, para meterme de lleno en un asentamiento cuasi hippie lleno de arena y árboles de cajú que te escupen en la capocha, con tres baños para más de veinte personas (en el mejor de los casos), una cocina comunitaria poco equipada y, posteriormente, me vi rodeada de artesanos, malabaristas y músicos de diferentes países. Llegué con mis anteojos caros, botas de animal print en la mochila y una remera de los stone, a un lugar en que la última tendencia eran el samba, las rastas, los hombres en cuero y la ropa mayoritariamente hindú.

Giovanni & Kennedy.

El primer tipo que me habló fue Ariel, un artesano colombiano que me dijo "hola" y, dos microsegundos después, me ofreció un porro. La cara de incomprensión absoluta que me puso cuando le dije que no fumaba marihuana era de otro mundo, tal es así que me cuesta describirla. El segundo tipo que me habló era un mulato bahiano al que no le entendí un carajo lo que me estaba diciendo. De hecho jamás le entendí absolutamente nada. En toda mi estadía nunca pude descifrar lo que el flaco quería comunicarme, pero si yo veía que el chabón después de una frase estallaba, yo estallaba también para quedar bien. Hablaba más rápido que yo en mis picos más altos de ansiedad y encima en un portugués cerrado y creo que inexistente o seguramente inventado por él. El tercer tipo que me habló, lo hizo desde la comodidad de una red (hamaca paraguaya) y fue Kennedy, un malabarista brasilero de ojos color miel. El cuarto tipo (si, todos hombres) fue Alberto, un minero, de Minas Gerais, que se presentó clavándome los ojos directamente en las retinas, sonrió y me quiso zarpar un pucho, mientras una brasilerita de anteojos que se estaba comiendo se le pegaba como moco y lo chuponeaba de forma nefasta para marcar territorio y dejarle las pelotas punto nieve de manera reiterativa y sin descanso.


Ariel y sus artesanías
La cara de preocupación de mi hermano menor era sublime. El pibito no podía entender como yo estaba tan a gusto y contenta de instalarnos en un camping lleno de gente que nunca me preocupé por conocer en toda mi vida "anterior". No sabía como su hermana "mimada" iba a reaccionar los días venideros, como me iba a sentir, si realmente yo podía comprender en dónde me estaba metiendo o la magnitud de mi elección. Recordemos que mi hermano me llama - cariñosamente y de forma despectiva - Susana Gimenez. No pude evitar notar que él tenía una imagen un poco distorsionada de mí, ficha que saltó cuando se sorprendió de que, al final, yo era dada con las personas y que, en menos de dos días, tenía más amigos en Brasil que Roberto Carlos en toda su vida. y que, claramente, las personas que fui conociendo me terminaron de confirmar como era descripta por él ante terceros antes de llegar y como dicha descripción no tenía absolutamente nada que ver conmigo.

Tampoco me voy a hacer la minita adaptable y comprensiva, esa mujer positiva que siempre le encuentra el lado bueno a las cosas y que no tiene problemas en absoluto con nada, porque estaría mintiendo. Hubo un alto porcentaje de cosas, situaciones, personas y, sobre todo, un gran exceso de arena que me rompió las pelotas que no tengo. No fue fácil darme cuenta de que este temita de "acampar" no era provisorio, o una diversión de fin de semana. Sobre todo cuando tenía que hacer fila para hacer pis a la mañana y me atacaba la incontinencia urinaria, mientras esperábamos todos que un pelotudo que estaba encerrado en el baño termine de lavar sus calzones en la pileta, en lugar de hacerlo en el lavadero que, básicamente, era el lugar preciso para hacer esas cosas. También tenías al hijo de un camión lleno de putas con TOC de amo de casa que sacudía la carpa al lado tuyo every day, mientras vos estabas comiendo, y te enarenaba toda la comida, la cara, la ropa y el escroto que no tengo sin pudor alguno. O el hippie adicto que te fumaba porro al lado desde que se levantaba a las 7am hasta que se acostaba a las 6.55 am del otro día, que te tiraba el humo en la cara y con el cual no podías tener una charla fluida porque cada respuesta venía con un delay de 45 minutos.
Cuando cumplí una semana bajo ese contexto, creo que noté realmente dónde estaba y como había mutado mi vida en tan poco tiempo. Vivir en carpa no fue fácil, tampoco tan difícil como pensé que podría serlo antes de haberlo experimentado, ojo. Hubo conceptos básicos de supervivencia que fui aprendiendo, por ejemplo como dormir en una hamaca sin sufrir el tener que levantarte al otro día con lo que yo llamo el síndrome de robocop playero, dura como una piedra y solamente con la opción de caminar hacia el frente y hacia atrás, sin poder siquiera mirar a los costados. Es un instructivo simple: Abrir la red, sacudirla para quitar el exceso de arena, sentarse primero, acostarse después y cruzarse de manera transversal, es decir, con la cabeza de un lado y los pies del otro. No hay que dormir derecha, para que la curbatura no te tome toda la columna.


* * * *
La primera sorpresa que me llevé, fue la dedicación que los malabaristas ponían en su laburo. Todos los días se despertaban temprano a la mañana, desayunaban algo e, instantáneamente, agarraban sus herramientas de trabajo para practicar durante horas y horas. A pesar de ser excelentes en lo que hacían, ellos no se fiaban, practicaban varias veces por día el arte de revolear y agarrar, hacer piruetas nuevas, lavaban la ropa que utilizaban para los shows y la revisaban exhaustivamente para ver si estaba presentable para seguir luciéndola o si ya era momento de reponerla con una prenda nueva. También fue asombroso ver como siempre estaban bien predispuestos para enseñar su arte, sin ningún tipo de celos, a quien quiera aprenderlo, poniendo empeño, amor y paciencia. Sin guardarse ningún truco para ellos y prestando sus objetos de trabajo hasta al más torpe de los aprendices, sin miedo a que pudiera romperse. No pude evitar viajar mentalmente hacia atrás en mi vida y encontrar un recuerdo perdido en donde yo estaba en un auto con un ex novio. Paramos en el semáforo y había dos pibes que se ubicaron frente al automóvil para hacer malabares. Es como si me hubiera proyectado la película de mi vida, yo siendo expectadora de situaciones reales, mirando todo lo que estaba aconteciendo desde arriba, solo observándome actuar. Me vi con cara de orto (para variar) en un estado de fastidio y soberbia que me dio asco, escupiendo frases vacías y carentes de toda amorosidad, tales como "Estos hippies de mierda, por qué carajo no van a buscarse un laburo como la gente que tienen que estar molestando a los que de verdad trabajamos". Fue vergüenza ajena instantánea lo que me causó verme y escucharme. La impronta mayor que se me presentaba era como lidiar con el darme cuenta de que me avergonzaba de mi misma, de como pensaba en el pasado, de como hablaba al pedo y opinaba de algo sin siquiera conocer el meollo del asunto. Aparentemente para mí, hablar siempre fue gratis, prejuzgar también. En un segundo y medio mi cabeza hizo un click, dio un giro monumental del que ya no había retorno. Creo que mi mente se sacudió al mismo tiempo que, a través de diferentes sensaciones que, opuestas, chocaban entre sí internamente causando una movilización indescriptible. Creo que ese conjunto de síntomas marcaron la caída de un paradigma y le dieron la bienvenida a otro nuevo que llegó para quedarse. Descubrí por qué la vida me puso allí con ciertas personas. Giovanni y Kennedy se cruzaron, entonces, en mi camino para que esto fuera posible. Lograron cambiar mi prejuicio por una profunda admiración. Ese fue su papel en mi viaje.

Guille, el malabarista argentino de 25 años que me dio de comer en Sao Luis, es otro de los casos. Con los bancos en huelga indefinida en todo Brasil, mi situación financiera se puso difícil. Solo tenía pesos argentinos que nadie quería cambiarme y cinco reales en el bolsillo hasta el otro día. Con esa suma chistosa de dinero yo debía cenar, divertirme y comprarme puchos. Una tarea realmente utópica, claro, ya que solo por la caja de cigarrillos te piden siete reales y medio. Decidí dar una vuelta para perder mi preocupación vacía e innecesaria escuchando, desde un banquito de piedra callejero, la música en vivo que tocaban en un bar. Cuando me dirigía hacia allá lo vi a Guillermo. Lo había conocido en Jericoacoara, en el camping, era el cocinero del grupo. Él se encargaba de juntar las chirolas de todos para ir al mercadito a comprar lo que el presupuesto permitiera y, posteriormente, encerrarse en la cocina comunitaria del camping a hacer su magia con ollas y sartenes. Cuando me vio levantó su mano para saludarme. Me senté con él. Me preguntó si había comido, le dije que no y le comenté de mi pequeño problema provisorio. Se indignó, porque justo un ratito antes él tuvo que comer de más para que le dieran cambio de los cien reales que había ganado laburando todo el día abajo del sol en los semáforos. "Nena, tomá, te doy guita comprate algo". Le sonreí, le agradecí pero pasé de su propuesta. Noté que miró de coté "Te molesta comer papas fritas a vos?", moví la cabeza con gesto de negación, así que se paró y fue directamente a una mesa de la que hacia segundos nomás se habían levantado dos nativos. Agarró una canasta de papas que ni siquiera habían tocado. Solo faltaban algunas pocas que los tipos comieron para acompañar la birra. Habló con la moza y después, sin dudar, me trajo ese arsenal de comida. A mí, la mina de 32 años que no había pensado siquiera esa opción para silenciar su estómago que gritaba de hambre y, con una sonrisa campeona, me dio la cena sin pedir absolutamente nada a cambio. La noche con la panza llena toma otro color. Cayó la galera que venía de laburar tocando música en los bondis a dónde estábamos para tocar en la plaza que estaba a unos pasitos del banco de piedra. "Vaquita para la birra, vaquita para la birra", no dudé en aportar mis cinco reales. No paró de rolar cerveza hasta la madrugada. Los puchos también se hicieron presentes. Música improvisada en vivo, alegría y gente que se acoplaba a nuestro grupo para aplaudir, cantar, bailar y felicitar al grupo. Una noche mágica.

Guillo

No hay comentarios:

Publicar un comentario