sábado, 23 de enero de 2016

Carlos. El Maluco "desgraciado"

Quiero comenzar aclarando que cuando escribo "desgraciado" no lo hago a modo de insulto, más allá de ser consciente de que representa un adjetivo calificativo con denotación negativa. "El desgraciado" es un apodo y no fuí yo quien lo escogió, si no que fue el mismo Carlos quien decidió apodarse de esa manera. Por lo menos eso dejó en claro cuando se presentó, autoproclamándose a los gritos así, la mañana que cruzó el portón principal del redario Iguana en Alter do Chao, dónde yo estaba viviendo. Ese día sentí primero el ruido del llamador de ángeles -que se encontraba en la puerta simulando una especie de timbre, algo bastante jipi- y, posteriormente, una voz vencida por la fatiga que buscaba sonar fuerte.

"Hola hola hola! Llegó el desgraciado! Buenos días desgraciados, hola hola hola"

El desgraciado es un tipo de alrededor de, más o menos, unos 70 años. Pero la realidad es que su edad es para mí incierta; Solo me guio por los parámetros que me transmitieron sus rasgos, algunas arrugas superficiales del rostro y su estructura física. Colombiano. Muy delgado, alto, de cabello entrecano -más "cano" que "entre"- a la altura de los hombros, de naríz prominente y piel morena -como Thalía en Marimar- Su forma de vestir es única, característica y personal. Pero a pesar de llevar muchas cosas encima, su outfit de prendas grandes, camisas holgadas y pantalones pinzados, nunca estaría completo sin el broche de oro: Aquel sombrero de medio vuelo desgastado por el tiempo y el uso, con plumas y algunos pins de viajero en los laterales. 
Al principio no entendía bien su jeito. Ahora tampoco. Siempre lo veía solo, yendo y viniendo con la única compañía fija de una perra anciana que él llamaba chistosamente "su compañera de viaje" esbozando una orgullosa sonrisa mientras le acariciaba la cabeza. Pero a pesar de su ir y venir solitario, Carlos era amigo de todos. Es de esas personas misteriosas que todo el mundo estima y saluda con alegría. Lo que más me llamó la atención era ver como, casi diariamente, el desgraciado volvía al redario cargado de bolsas de compras llenas de cosas ricas que estaban destinadas a ser parte de una comida comunitaria o a ser ofrecidas, con mucha alegría, a cualquier persona que iba apareciendo cerca suyo. 
Unos días después me acerqué a él sin saber de qué país era. No tenía idea de en qué idioma conversarle, así que le pregunté en portugués cuál era la lengua que hablaba. "La que a usted le quede más cómoda" me respondió. Me dejó muy flashada. Me sorprendió. Otra vez entendí que, viajando, cada persona es una caja de sorpresas ilimitadas. Pero a pesar de ser un tipo más que respetuoso con la naturaleza, un viajero añoso, libre y políglota; esas cosas no fueron de él lo que más me maravillaron. Lo que me hizo dar cuenta de que estaba frente a una persona soprendente fueron: Su generosidad interminable, su humildad y su gran corazón devenido en una enorme capacidad de DAR. De dar sin esperar nada a cambio.


Por las mañanas su accionar era siempre el mismo: Se levantaba, daba los buenos días y se dirigía hacia la cocina a preparar un termo enorme de café fuerte. Su forma de prepararlo era distinta a la mía...

 

Una vez terminada esa tarea iba a tomar un rastrillo y se ponía a barrer las hojas secas que caían sobre la tierra. A veces hablaba solo, otras simplemente tarareaba una melodía para acompañar su quehacer doméstico ad honorem. El problema era que estaba tan compenetrado en sus funciones que se olvidaba del café. Ese, por lo general, era el momento en que yo salía corriendo hacía la cocina, cuando sentía el aroma de la infusión a punto de quemarse, giraba la perilla para apagar el fuego. "Caaaaarlooooooos! El cafeeeeeeeé!" y ahí él comenzaba a correr desesperado, lungo, con pasos largos y saltos altísimos, agarrando su sombrero con una mano para que no se caiga. "Ya esta Carlitos, ya lo apagué". Todos los días era la misma rutina. Si no era el café da manhá, era el de la tarde. Pero lo más destacable de su accionar, no era mísmo la forma rara que tenía de preparar el desayuno, no. Lo más importante era que Carlos hacía el café y algunos bocados matinales para todo el que este despierto. Cuando terminaba de llenar el termo, ofrecía su café primero a quien estuviera cerca. Si éramos muchos él se quedaba sin tomarlo y preparaba más hasta que todos hayamos bebido. Paralelamente cocinaba. Podían ser tapiocas, suco de manga -lleno de fibras de la propia fruta que se quedaban encastradas entre los dientes inferiores- servir algunos panes en la mesa, galletitas o bizcochuelos. Lo que sea que él hubiera comprado esa mañana, lo dejaba a libre disposición de cualquier individuo que se despertara con hambre. Todo eso lo hacía con amor y dedicación. DABA sin pedir absolutamente nada a cambio, Daba por el simple y solo hecho de dar. Y cuando le daba las gracias por tanto gesto bondadoso, me miraba a los ojos, sonreía y siempre me repetía la misma frase "Gracias hacen los monos".

Un día de folga (franco) aproveché para quedarme tirada cual ameba enferma en mi red, leyendo. Salí a dar unas vueltas, a caminar por la playa un rato y volví para acostarme de nuevo a la tarde. Dormí la siesta y me desperté en la misma posición. Así estuve todo el día hasta que cayó el sol. Era muy temprano todavía, no eran ni las nueve de la noche. Pero estaba muy cansada y me dolía horrores la cintura por el ritmo de trabajo que venía teniendo, así que decidí que iba a morsear la mayor cantidad de tiempo posible en camisón. En uno de mis intervalos de lectura, estiré mi mano derecha hacia un costado de mi red para alcanzar el mate y el termo que había dejado previamente listos en el suelo; coloqué los auriculares del Ipod de Siske en mis oídos y comencé a escuchar música hasta que algo interrumpió mi paz haciéndome saltar del susto. Era Carlos. El tipo me agarró completamente relajada y desprevenida. Salió desde lo más profundo de la oscuridad, por detrás mío con su linterna apagada, la misma linterna que prendió instantáneamente un segundo después de mi grito histérico de pánico. Me alumbró la cara. Yo cerré un ojo, achiné el otro y con la palma de mi mano derecha apunté a la linterna tapando la mayor cantidad de luz posible. "Carlos me hiciste pegar un cagazo bárbaro! ¿Què pasó? ¿Pasó algo? ¿Necesitas algo?". Apagó su linterna."No, solo quería avisarle que dejé bolo (torta) y café listo en la mesa de la cocina, puede ir y servirse cuanto quiera". Le dí las gracias por el ofrecimiento y lo hice reír con mi reacción, ya que en menos de dos segundos estaba en la cocina cortándome un pedazo muy generoso de bolo marmolado con mi taza llena de café con leche en la mano. Él pareció haber hecho un pase de magia logrando lo imposible: Que yo me levantara de mi letargo pajeril dominguero un lunes.

Nómade, amistoso, dado y servicial. Un gran tipo. Nunca se sabe con certeza de dónde viene y a dónde va. Lo único que sè de él es que esta saldando un karma que todavía lo atormenta. "Yo tenía más de 300 personas a cargo en mi trabajo anterior" Miraba hacia arriba y apuntaba a la nada con su dedo índice. Esperó unos segundos para seguir hablando. "El peor trabajo del mundo tenía... Talar árboles". Juntó las manos a modo de plegaria, mordió su labio inferior. Bajó los brazos y se dio palmaditas sobre el bolsillo izquierdo de su pantalón. "y todo por el dinero. Me llené de dinero. Maté árboles que tardaron años y años en crecer. No tuve consciencia hasta que ví que algunas personas se encadenaron a esos troncos gigantes para que no siga la tala". Suspiró con mucha tristeza y la mirada perdida. "Planté muchos más, vivo para eso. Pero siento que todavía no pude devolverle todo lo que le debo al universo por ese mal que hice". 
  
Observar a carlos en su vida diaria me dio un aprendizaje enorme. Desde que lo conocí me es inevitable sentir aroma a café en el fuego y asociarlo a su imagen. Lo recuerdo con mucho cariño. El desgraciado me enseñó sin saberlo -con el ejemplo- lo maravilloso de ser servicial, me torció el camino llevándome a probar por una nueva ruta: La de dar al otro. Aprender a dar sin esperar respuesta, dar por dar. Dar el cien por ciento de vos mismo a los demás, aunque no los conozcas. Dar todo lo que este a tu alcance y más. A excepción de las GRACIAS, claro, porque "gracias hacen los monos".

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