domingo, 17 de enero de 2016

O Posto Dado. El inicio del regreso a casa.

A gente no posto

El 4 de enero de 2016 comenzó el retorno a casa. Con mi hermano salimos de Alter do Chão en un bondi de línea que nos dejó en la ciudad de Santarém, en el estado de Pará. La idea principal era pegar una carona que nos fuera acercando a la Argentina. No nos quedaba otra opción más que viajar a dedo, puesto que no disponiamos del dinero necesario para cruzar todo Brasil de forma cómoda y bacana. Llegamos a un posto de gas citadino donde pedimos una ubicación mejor de algún otro Ipiranga en el que los camioneros se preparen para salir a la ruta. La respuesta al interrogante ¿Cuál es el mejor lugar para conseguir un aventón hacia el sur de Brasil? fue conciso: O Posto Dado, en las afueras de la ciudad. Allí paraban los vehículos que terminaban de cargar mercadería para comenzar viaje. Solo quedaba tomar las mochilas y dirigirnos hacia allá con las monedas contadas y una tarjeta de débito que tenía muy pocas posibilidades de ser aceptada en los alrededores de Amazonia. Un tipo se apiadó de nosotros y, después de preguntarle a Juan Manuel a manera de chiste si llevaba alguna bomba escondida en su equipaje -por los rasgos árabes tan característicos de mi hermano- nos subió a la cabina de su camión proponiéndonos la bellísima idea de tirarnos en la estación de servicio recomendada para que no tengamos que caminar tantos kilómetros llenos de peso bajo un calor insoportable. Si bien me alegré, mi felicidad no pudo manifestarse más que en un "muito obrigada", puesto que hacía diez minutos atrás nos habíamos despedido de nuestra galera, pero principalmente de Siske. Mi amiga, hermana, "concubina" y compañera de aventuras del último semestre; Tiempo en el cual permanecimos juntas cada día, las 24 horas del mismo -a excepción de solo tres semanas en las que ella partió con mi hermano a subir y bajar el Monte Roraima en Venezuela, retornando para pasar las fiestas los tres juntos. Estaba muy triste y aún no aceptaba la idea de continuar camino separadas. El conductor nos hablába eufórico y yo solo podía escuchar su discurso de fondo, como en cámara lenta, sin prestar atención a lo que nos estaba planteando, ya que estaba demasiado ocupada en aguantar las ganas de llorar como una nena mientras limpiaba las lágrimas que iban cayendo por mi mejilla debajo de mis anteojos de sol. Miles de recuerdos me venían en flashes, como pequeños videos de YouTube de esos que las personas arman con músicas, fotos y pequeños momentos compartidos, para otras personas. No tenía tiempo para asimilar mi duelo en ese momento, la energía debía ser enfocada de lleno en el objetivo principal: Convencer a un camionero que nos suba a su vehículo y nos haga avanzar la mayor cantidad de kilómetros posibles hacía el sur. Pero cuando la despedida es tan trascendente, como en este caso, no había forma de callar mis sentidos que, impertinentes, actuaban por sí solos sin permitirle a mi cabeza que los maneje a gusto y piacere.

Así fue que llegamos al que, quizás, representó el más bizarro de los lugares de paraje en todo mi viaje: El posto Dado. Una estación de servicio Ipiranga cuasi abandonada y hecha recontra culo. El piso polvoso, mezcla arena muy fina con tierra roja, que se removía de manera constante ensuciando todo lo que estuviera cerca. Disponía de un terreno gigante casi desértico que se expandía a lo largo y ancho de la ruta con camiones viejos y un taller mecánico, cosas oxidadas o corroídas por el paso del tiempo, un baño donde vivía una gente que cobraba un real para hacer pis, dos reales para hacer otras cosas y un monto un poco más costoso para tomar un baño; También disponía de un restaurante chico en la entrada de la ruta que siempre estaba vacío -ya que abría a horarios inentendibles solo por algunas horas del día- y un grupo de moradores cachaçeros vagabundos un poco -bastante- locos que se habían instalado allí de forma perpetua haciendo de ese, su hogar.


Alrededor de dos o tres horas después de haber pisado ese glorioso lugar, ví como desde la ruta venía caminando una pareja de mochileros que reconocí posteriormente una vez que ya estaban a menos de cuatro metros de donde yo estaba. Eran Rodrigo y Aline, dos paolistas que trabajaron conmigo en Mãe Natureza, un restaurant céntrico frente a la plaza principal de Alter Do Chão. Mi asombro y mi alegría fueron inmensas y ambas crecieron aún más cuando me confirmaron que los cuatro viajaríamos en el mismo vehículo hacia Cuiabá, en Mato Grosso.

Aline y Rodrigo. Nuestros compañeros de ruta hasta Cuiabá

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Dentro de la galera del posto podías encontrar a Maranhão, denominado de esa manera por el estado del cual era nativo. Un brasilero de alrededor de unos 50/60 años o unos 40 largos muy mal llevados. Muy delgado, de rasgos africanos y poseedor de solamente cuatro dientes -de atrás-o menos. Muy buena onda y súper atento, pero el exceso de cachaça a lo largo de su vida lo había transformado en un loquillo que nunca aprendió a leer ni escribir y, además, resaltaba del resto por no parar de hablar siendo un poco repetitivo en sus historias. El relato de como, en navidad, había ganado las cicatrices profundas a lo largo de su torso y brazos cuando otros borrachines lo arrojaron a la churrasquera prendida (parrilla), lo escuché alrededor de nueve o diez veces en dos días.

el de gorra roja es Maranhao, el de ante4ojos el borracho de gorrita!
También se encontraba en el grupo el amazónico de anteojos, oriundo de Manaos, que había dejado a su numerosa familia y ahora estaba con voluntad de volver. Miraba las fotos de sus hijos, ya grandes, desde una fotocopia color corroída por el uso y el paso del tiempo. Según comentaba, estaba en el posto esperando la carona ideal que lo llevara directo, sin escalas, a destino. Monotemático con respecto a las preguntas que hacía de nuestro país. Solo le interesaban dos cosas: La carne y las mujeres argentinas. Varias veces me preguntó si yo sería capaz de casarme y tener hijos con un brasilero.
Había unos cuatro o cinco vividores fijos más, solo voy a nombrar al borrachín de gorrita que nos sacaba las frutas que habíamos comprado en el supermercado y estaban racionadas y destinadas al viaje largo que nos esperaba, para hacer lo que ellos llaman un "tiragosto". Particularmente este tipo me volvió loca, sobre todo la noche antes de salir a la ruta en la carona. No había forma de que no me interrumpiera en absolutamente todo lo que hacía, con un desparpajo supremo y ningún tipo de reparo en respetar lo que yo estaba haciendo. Si yo leía, el batía palmas o golpeaba una chapa para que le prestara atención. En casos más extremos se acercaba a la silla en la que yo estaba y me tocaba el hombro o la espalda con el objetivo de llamar mi atención. Una vez hasta me sacó el libro mientras lo estaba leyendo y se puso a pasar las hojas. 

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Después de haber pasado todo el día y la tarde en la estación esperando que un camión -que nos habían prometido nos iba a llevar- salga, se nos informó la mala noticia de que aún no le había llegado la orden de salida y que nuestra limusina pospondría su salida hasta el 6 de enero. Los cuatro tomamos todo nuestro equipaje y salimos a patear la ruta (otra vez) hacia el lado civilizado buscando un hotel para cenar y dormir. Los chicos consiguieron habitación en uno de los más cercanos al posto, Juan y yo no. Después de las miles de vueltas que tuvimos que dar con mi hermano para conseguir primero dinero impreso y después un cuarto sólo disponiendo de una Visa débito que no era valiosa en esas zonas donde solo aceptaban efectivo como único medio de pago, pudimos pasar la noche en una cama cómoda, tomar un baño y comer un rico PF (plato feito) en un restaurante familiar enorme que aceptaba cartão.

Lamentablemente teníamos que ahorrar recursos económicos para poder seguir viaje. Teníamos un presupuesto del que no podíamos corrernos mucho y no pudimos, por esa razón, hospedarnos un día más en el hotel. Decidimos entonces pasar la última noche que quedaba antes de salir, en el posto con los borrachines. La idea era simplemente tirar las redes de un camión a otro y dormir en la calle, asegurándonos así no perder la carona (en el caso de que tuviera que salir antes). Nos dirigimos a la Ipiranga vintage y así fue que pasamos una madrugada extremadamente bizarra. Nunca pudimos conciliar un sueño profundo ya que, cuando empezabamos a relajarnos, Maranhão venía a alumbrarnos con la linterna al lado de la hamaca, despertándonos incontables veces para decirnos que podíamos dormir tranquilos o preguntarnos si estábamos durmiendo. Si sacábamos las piernas por afuera de la red para palear el calor, el tipo venía preocupado, nos las levantaba y las acomodaba dentro. Otra vez nos despertaba para afirmarnos que podíamos dormir tranquilos y así la rueda volvía a repetirse cíclicamente. Eso paso durante toda la fucking madrugada.

"Fique a vontade, aquí ningheim mexe com ningheim" fue la frase taladrante y constante que Maranhão repetía cada veinte minutos, mientras prácticamente nos revisaba las pupilas con su linterna emanando un aroma a cachaça inaguantable y nos sacudía por los hombros para cerciorarse de que lo estábamos escuchando atentamente. Dos o tres de esas veces se sumó a la aventura de "despertar a los irmãos Bosi" el borrachín de gorrita que aparecía por detrás del Maranhãense reafirmando todo cual anfitrión backup secundario. 

Después de una noche tortuosa, pasado el mediodía, Maurillo -nuestro conductor- nos dio la increíble noticia de que subieramos al camión que ya era hora de salir a la ruta. Èramos seis adentro de la cabina de un camión, pero nada importaba. La vuelta a casa ya estaba haciéndose posible.

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